sábado, 1 de noviembre de 2014

El señor y el vagabundo

Mira a ese hombre y su perro.
No importa que sea febrero y que apenas alcance 
la manta mullida  por el polvo amontonado 
para abrigarle del hielo de las noches: 
el cuerpo cálido del perro consigue cada mañana 
reanimar sus manos.

Pareciera que fuera el animal el dueño, 
el que en las noches designa y reconforta  
la cueva improvisada en cualquier escondrijo 
de una calle solitaria; el que aleja los peligros 
que interrumpen el pasar indolente de las horas; 
el que -y no lo dudemos- acerca el sustento
a esa casa sin tejado: no es la compasión 
de las personas dadivosas hacia el pobre infeliz 
la que procura la limosna -demasiada indigencia
en este mundo descosido-, sino un doblegarse 
a la belleza indiscutible que carga el animal sobre su espalda 
y, más allá de su lomo, a la que se evidencia 
en la piedad de sus ojos.

Y si el perro pudiera pronunciar palabras,
sólo podrían brotar las de gratitud de su boca, 
aunque no hacia todas esas gentes presuntamente generosas 
o a la mano del amo parsimonioso que siempre aguarda la tarde
para alimentarlo, sino a la misma vida, la que día tras día 
le proclama héroe de esta historia,  
la misma vida que tarde o temprano
habrá de abandonarle.

Juana Fuentes





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