No importa que sea febrero y que apenas alcance
la manta mullida por el polvo amontonado
para abrigarle del hielo de las noches:
el cuerpo cálido del perro consigue cada mañana
reanimar sus manos.
Pareciera que fuera el animal el dueño,
el que en las noches designa y reconforta
la cueva improvisada en cualquier escondrijo
de una calle solitaria; el que aleja los peligros
que interrumpen el pasar indolente de las horas;
el que -y no lo dudemos- acerca el sustento
a esa casa sin tejado: no es la compasión
de las personas dadivosas hacia el pobre infeliz
la que procura la limosna -demasiada indigencia
en este mundo descosido-, sino un doblegarse
a la belleza indiscutible que carga el animal sobre su espalda
y, más allá de su lomo, a la que se evidencia
en la piedad de sus ojos.
Y si el perro pudiera pronunciar palabras,
sólo podrían brotar las de gratitud de su boca,
aunque no hacia todas esas gentes presuntamente generosas
o a la mano del amo parsimonioso que siempre aguarda la tarde
para alimentarlo, sino a la misma vida, la que día tras día
le proclama héroe de esta historia,
la misma vida que tarde o temprano
habrá de abandonarle.
Juana Fuentes
No hay comentarios:
Publicar un comentario